sábado, diciembre 16, 2006

Reflejos 2

La primera vez que vi un arcoiris o al menos la primera vez que estuve consciente de que existía, lo miré de rápido. Había escuchado que si lo señalabas con el dedo, se te secaba la mano. Como temía quedar como aquel personaje de la profecía que sobrevive a un incendio, que se veía muy normalito pero que cuando volteaba, uno veía su ojo y su mano seca, y el corazón se me exaltaba, no quise correr riesgos. Confieso que esa película la vi un poco después, como a los seis años, y me pegó un susto padre, pero la sensación era parecida en ese momento.

Mamá me llevaba de la mano y la veía hacia arriba, al fondo, nubes negras y blancas tras un sol vespertino amarillo-naranja y grande. Me asombraba ver que de un lado un sol brillante y del otro penumbra. Me sentía todo envuelto y protegido, con la capucha puesta de mi chamarrita de plástico roja y azul. La lluvia apenas empapaba la acera y salpicaba ligeramente mi cara. Todo lo que me rodeaba era grande y brillante, ver el mundo a un metro del piso te hace sentir distinto.

Pasábamos por los aparadores, me gustaba ver sus cristales, esas lucecitas de colores de los aparadores y semáforos a lolejos bajo la luz azulada del atardecer. Tengo la idea de que en ese momento mi mente era menos secuencial, los tiempos más largos. He intentado reconstruir los trayectos que recorríamos pero me parecen imposibles y mucho menos bellos. Mis recuerdos son más bien como sueños donde las cosas no vienen unidas de acuerdo al tiempo, sino a los colores.

Pero mis recuerdos ya no son los mismos, a veces temo recordar las cosas pero no por las situaciones en particular, sino porque cada vez que uno rememora transforma los recuerdos, lo ves bajo la lupa de quien eres y no de quien fuiste y no puedes regresarlos a su estado original. Como una especie de nostalgia, como no querer perder tu imagen, te da la impresión de que si lo pierdes te perderás a ti. No querer recordar para no olvidar.

Leer más...